alimentos

Me pide el Dr. Rafael Urrialde una visión de la evolución de este sector industrial alimentario, en el que profesionalmente tanto estuvimos implicados los dos: yo como dirigente de su organización empresarial y él como director de alimentación de la que era todo un referente en los años 90 de la mayor asociación de consumidores; dedicación que ambos seguimos, él desde la academia, como profesor universitario y defensor de los consumidores, y yo desde una distante, pero atenta, contemplación.

En 1976 teníamos un sector industrial de transformación de alimentos apenas renovado tecnológicamente (coexistiendo miles de pymes con algunas empresas con tamaño más adecuado, mayoritariamente con presencia de capital exterior), que apenas aportaba valor añadido, en un mercado en rápida transformación. Se seguían valorando los productos por su precio, persistiendo la cultura de compra de graneles, sin que existiera una imagen unitaria del sector y con una administración pública con competencias dispersas, cuando no solapadas, y muy intervencionista en los mercados exteriores.

La primera transformación fue la de la gobernanza. Se creó una única organización empresarial del sector, muy activa, con representatividad suficiente para influir en la toma de las decisiones políticas y legales que fueron consolidando el modelo democrático que aún tenemos. En la administración central se creó un Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación con una Dirección General de Industrias Alimentarias (DGIA) que ejercía la competencia de fortalecer la competitividad del sector transformador, buscando la eficiencia tecnológica; Dirección General que hoy ha quedado demolida por el actual titular de la cartera, al traspasar la gestión del PERTE al Ministerio de Industria.

La colaboración entre la industria y la administración pública llevó a instalar en España, a iniciativa del sector, la primera Red de Alerta alimentaria del mundo

La segunda transformación fue la de garantizar los mayores niveles de seguridad alimentaria, como respuesta a la crisis del síndrome toxico de 1981, fruto de la corrupción y del fraude. Aunque el producto implicado no entró en la cadena alimentaria, comprometió a todo el sector, fijándolo como objetivo prioritario. La colaboración entre la industria y la administración pública llevó a instalar en España, a iniciativa del sector, la primera Red de Alerta alimentaria del mundo (posteriormente trasladada a la Unión Europea con nuestro ingreso); a implantar de forma voluntaria el sistema de prevención conocido como los Análisis de Peligros y Puntos de Control Crítico de Control-APPCC (a iniciativa de Sanidad) adelantándonos 6 años a su implantación europea, gracias a todo el trabajo multidisciplinar colaborativo de la Comisión Interministerial para la Ordenación Alimentaria (CIOA); a acordar, para los productos del sector, una interpretación de los “reclamos” engañosos sobre los beneficios sanitarios de su consumo (iniciativa de ambas partes), al diseño de una Agencia de Seguridad Alimentaria, en cuyo Consejo de Dirección se sentaban los consumidores y los fabricantes y a la implementación de varios acuerdos voluntarios sobre el control de la obesidad y de la publicidad dirigida a menores (Acuerdos PAOS y NAOS).

Nuestro ingreso, en el 86, al llamado Mercado Común fue origen de una gran transformación económica. Se pasó de tener los mercados exteriores totalmente intervenidos a que desde el día de nuestro ingreso fueran totalmente libres: una pequeña industria confinada en España, teniendo que competir con todas las empresas que llevaban vendiendo en el mercado europeo desde hacía veinte años. Lógicamente nuestra balanza comercial fue crecientemente negativa, hasta que nuestra reacción nos hizo ir ganando mercado, presentando un balance positivo creciente en las últimas décadas. A ello contribuyó la excelente labor conjunta que se hizo, con la DGIA en los primeros 80, gestionando las subvenciones existentes en Europa para la renovación tecnológica de las empresas transformadoras: proyectos revisados por los funcionarios de esa dirección general (y sus homónimos de las comunidades autónomas) logrando dar un gran salto en eficiencia competitiva.

 

Destaca la paulatina implicación de las empresas en la investigación, aunque sigue siendo una de nuestras asignaturas pendientes. Participé en el grupo de trabajo para la elaboración de la ley de la Ciencia de 1986 y con ella se pusieron en marcha los Planes Nacionales de I+D, con un grupo especifico agroalimentario. Allí propuse la creación de unos centros de investigación nacionales sectoriales. Esta necesidad solo fue entendida por los transformadores de frutas y hortalizas y por los del pescado, creando los centros tecnológicos: Centro Nacional de Tecnología y Seguridad Alimentaria-CNTA y CECOPESCA (Centro Tecnológico privado de ámbito estatal integrado en la Asociación Nacional de Fabricantes de Conservas de Pescados y mariscos). El segundo, gestionado por la organización empresarial, ha limitado su campo y su expansión. Por el contrario, el CNTA ha ido abriendo perspectivas hasta el punto de que es uno de los mas grandes centros de investigación privados del sector, asumiendo su papel de proveedor cooperativo de servicios y nuevas tecnologías. Poco a poco va apareciendo un activo sector de empresas Food-Tech, que se va consolidando por la implicación del mundo académico y de la red de centros tecnológicos, asumiendo la dinamización futura del sector.

Tal vez, donde más cuesta avanzar, es en la creación de una cadena alimentaria, cuyos eslabones muestren la misma firmeza, lealtad y colaboración mutua. Sigue habiendo desigualdades de poder entre un sector primario, muy atomizado y con escasa formación (lo que está cambiando con las nuevas generaciones) y un sector terciario, el comercio minorista, liderado por media docena de grandes entidades. No siempre se han establecido relaciones duraderas y a largo plazo entre producción y consumo, por lo que las alteraciones geopolíticas o climáticas (cada vez más presentes) ocasionan una fuerte volatilidad en los precios, que están echando del sector productivo a los más débiles. El llamado “vaciamiento” rural no es ajeno a estos hechos. Ya en los 90 la industria alimentaria tuvo que impulsar reformas legales para detener lo que se denominaban los posibles abusos cometidos por las grandes cadenas minoristas de alimentación, que generaban con sus aplazamientos de pagos (cobraban cash al consumidor y llegaban a pagar a sus proveedores a 160 días) una enorme financiación positiva con la que acometían su expansión, amén de otras prácticas desleales como las ventas con pérdidas o la imposición de cláusulas abusivas. La legislación protectora se ha pretendido extender al sector primario, cometiendo, a mi juicio, el error de fijar indirectamente los precios.

Y destaco lo más negativo: el clima de colaboración publico/privado, permanente desde la transición hasta 2006, que posibilitó tantos de estos logros, se ha convertido en una endogamia pública, de la que todos pregonan salir, pero que nadie da un paso.

Jorge Jordana es Doctor Ingeniero Agrónomo (UPM), Licenciado en Económicas (UCM) y Diplomado en Evaluación de Inversiones por el Banco Mundial. Profesor “ad honorem” de la Universidad Politécnica de Madrid. Ingeniero del Estado por oposición en el Ministerio de Agricultura, obteniendo el número uno. Desde 1977 a 2010, creador y secretario general de la Federación Española de Industrias de la Alimentación y Bebidas (FIAB).

En la actualidad es el director del Posgrado en Gestión de Empresas Agroalimentarias (Universidad de Lérida). Vocal de la Comisión de estrategia del del CNTA. Patrono del IMDEA-Alimentación, investigador del Grupo especializado en Desarrollo Rural de la Politécnica de Madrid (GESPLAN) y patrono director del área agroalimentaria de la Fundacion Lafer.

Está en posesión de numerosas condecoraciones españolas y francesas. Es Colegial de Honor de la Asociación de Ingenieros Agrónomos.

Jorge Jordana